martes, 6 de marzo de 2018

Michelangelo

La métrica de sus curvas eran un festín para los labios de cualquiera que la quisiera besar.
Como cada noche, se desvite y se quita ese vestido que tanto le gusta llevar.
Desnuda, su cuerpo es un lienzo que danza en verso, y observa como lentamente, la tela se desliza por los arcos de su cintura.
Ella, juega con su pelo y empieza a imaginar las miles de formas con
las que una vez, unas manos, supieron erizar su piel.
Seguramente si Michelangelo la viera así postrada, se enamoraría de la tez pálida de su afilado rostro, y haría de ella un monumento en piedra.
Pero ella, hace tiempo que se encontró en otra mirada, aguada y fría, como un día nublado, que la atraviesa en cada madrugada.
Tiene el alma rasgada, por esos ojos, que siete como la observan a través de los suyos.
Que bien le queda ese vestido blanco, parece una muñeca, pero que pena que tenga que anochecer y no tenga esas manos que la ayuden a desvestirse, mientras le llenan de besos la espalda.
Se merece una noche de esas, donde la llenen de besos mientras se pierde en la sábanas.

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